viernes, 12 de febrero de 2016

salvavidas

No sabía hacia dónde me dirija. Tal vez andar sin rumbo se había convertido en mi rutina. Miraba a mi alrededor fijamente, observando cada detalle, cada centímetro, pero todas las calles las veía del mismo color. El mismo color con el que pintaba mis días, indiferente ya fuese lunes o jueves. Cada hora igual a la anterior, la inspiración iba y venía pero siempre se desvanecía, como el humo de un cigarro que se está apagando, pisado por tantas mentiras, por tanta hipocresía. Había tanto que fingir, tanto que esconder. Había tanto por lo que luchar y parecía haber tan poco por lo que sonreír. Mi sombra se dibujaba tímidamente en el cemento de ese frío suelo y sabía que ni siquiera me podía fiar de mi propia sombra. Sólo contaba con el lápiz y el papel, que siempre me serian fiel. Esperaba, ni siquiera sabía a que, pero seguía esperando en ese antiguo banco. Estaba perdida y tal vez llegó un día en que por casualidad unos ojos me encontraron en medio de la oscuridad. No me buscaban, pero me descubrieron. No eran los más bonitos del mundo, tampoco los más inocentes, pero si los que consiguieron cautivarme de manera indecente. Su color era como el del café y contenían mil kilos de cafeína. Eran una trampa para que el sueño se fugase cada noche, pero aún así seguía cayendo en la tentación de volver a perderme en esa mirada cada mañana. Con la certeza de que estaba en lo incorrecto, en lo incierto, consciente de que estaba a punto de estrellarme y sin saber como frenarme. De la misma manera en que  estrellaría mis labios apuntando diana justamente en los suyos. Soñando en abrazos no dados y palabras no dichas, en sus manos entrelazadas con las mías. Sabía que esos ojos nunca me mirarían de la misma manera en que yo lo miraba,  perdiéndome en cada pestaña. Que sus días seguirían siendo igual aunque yo no formase parte de ellos, que no me echaría de menos.
Entonces fue ahí, cuando justamente lo entendí. Cuando entendí que sólo esperaba a alguien que al pronunciar mi nombre nublase cada uno de mis fracasos. Entendí que no necesitaba estabilidad, tan sólo quería a alguien que me hiciese temblar. Alguien que me llevase al cielo con tan sólo rozarme y por eso supongo que me apoyé en su sonrisa como el mejor salvavidas.