domingo, 22 de noviembre de 2015

perdida entre espejos



Cualquiera que la viese sentada en ese rincón leyendo un libro día tras día, pensaría que lo más bonito que había en esta vida era observarla cuando leía, mientras se sumergía en las profundidades de ese inmenso mar de letras tintadas de negro. Tan negro como su falda, sus zapatos y su fina linea trazada perfectamente encima de sus inigualables ojos verdes. Tan verdes cómo si pudieses ver miles de árboles de un caluroso verano a través de ellos, como si en el interior se escondiese toda la naturaleza del mundo junta. En los párpados escondía treinta y cuatro versos y cuando pestañeaba, hacía poesía.
 Cualquiera que tuviese esa surte de que esos ojos se fijaran en él, conocería verdaderamente lo que es el cielo. Y si alguien tuviese ese placer de escuchar su nombre provenir de esos labios pintados de rojo carmín, caería a sus pies haciendo que cualquier intento de olvido fuese fallido.
Cualquiera que la contemplara mientras caminaba, le sobraban ganas de gritarle que no se marchara sin él cogidos de la mano riéndose de lo curiosa que es la vida y su gran talento en poder crear un ser tan bello cómo ese.
 Y su risa. Esa risa que quién tuviese la suerte de escucharla en su oído se convertiría en la mejor melodía que quisiera escuchar todos y cada uno de los días, cómo esa canción que escucharías una y otra vez y nunca lo dejarías de hacer. Era mejor que el canto de miles de pájaros anunciando la llegada de la primavera.
 Su risa, por muy leve y frágil que fuese, y aunque pocas veces se dejara escuchar, superaba cualquier sinfonía.
Y su cuerpo, lleno de curvas, obligaba a atarse bien fuerte el cinturón. Pero su mejor curva, seguiré pensando que era la que se formaba en su rostro cada vez que se empezaba un libro nuevo. Su sonrisa. Tan perfecta cómo si en sus dientes te pudieras reflejar. Esa sonrisa tímida que pocas veces aparecía y que alumbraría a una ciudad entera devolviéndola su felicidad. Esa única que a cualquiera le gustaría besar.
Pues que quién se la cruzase por la calle, se daría cuenta que era un ángel caído del cielo.  Estoy completamente segura de que sería así.
Pero en cambio, esa chica maldecía cada vez que sus ojos se encontraban con un espejo, odiando cada centímetro de su cuerpo. Odiando cada uno de los lunares de su espalda, cada peca en sus mejillas. Odiaba a muerte los hoyuelos que le salían cada vez que sonreía y cómo sonaba su voz. Odiaba la manera en la que a la mínima las palabras de las personas la destruían aún más con tanta facilidad y lo frágil que era, la misma fragilidad en la que una taza se rompe cuando se choca contra el suelo. La misma fragilidad con la que la nieve cae sobre los árboles al empezar el invierno. Lo cambiaría todo de sí misma.
Repitiéndose en su cabeza una y otra vez que es inútil y que siempre lo será. Que si  el mundo entero fuese un inmenso puzzle, ella sería la pieza sobrante, ese cero a la izquierda tan odiado.
Lo que no sabía es que los espejos estaban llenos de mentiras y le habían hecho creer cosas que no eran la realidad. Pero ella seguía pensando así, hasta que un día alguien apareció y le dijo que la vida sería más bonita si pudiese con sus dedos unir sus lunares hasta formar constelaciones. Que la vida sería más bonita si él fuese el que le provocara esos hoyuelos en sus mejillas y que poder escuchar cada día su melódica voz susurrándole al oído, le haría el hombre más feliz. Que mientras ella estuviese, su mundo seguiría girando.